El ciclo del agua

Sin título«A las 16:00 donde siempre» – Estas fueron las palabras de mi maestro aquel cálido día de principios de otoño. Le conocí por casualidad este verano cuando vino al pueblo, según él de vacaciones, aunque nunca le habíamos visto por las calles, y Cerronegro no es precisamente un pueblo enorme, todos nos conocemos allí. Nadie sabe tampoco dónde se alojaba, aunque sospechamos que estaba en el albergue a las afueras, o en algún camping… Sea como fuere, un día me alcanzó con su bicicleta al atardecer mientras yo pedaleaba por el campo – viendo esos preciosos tonos anaranjados y sintiendo esa ligera brisa que mecía los girasoles –  ambos nos detuvimos al llegar al arroyo. No sabría determinar su edad, ni podía adivinar si tendría hijos o algún tipo de familia, y eso que a mí me encanta hacer cábalas sobre la vida de las personas con un primer vistazo. Soy bueno en ello.

El caso es que sintonizamos bien – como a él le gustaba decir – desde el principio, y me fue explicando cosas que yo, persona de campo y pueblo, solo podía intuir. Él me las confirmó. Me habló de que el mundo – al igual que el universo – está vivo, y debemos cuidarlo mandando nuestros mejores deseos. Y también me contó sobre algo que él llamaba «karma»: básicamente todo lo malo y bueno que proyectemos nos volverá como el eco que producen los pastores en las montañas para llamar al rebaño.

El Maestro – nunca me dijo su nombre – fue cambiando con el paso de los días. Yo le veía más débil y él siempre me decía que todos tenemos que emprender el viaje, pero que volveremos. Yo me asustaba mucho cuando me decía esas cosas. Aquel día de otoño eran las 16:23 y él no aparecía así que me recorrí todo el pueblo en su búsqueda, pregunté en él albergue y el camping y nada, no conocían a nadie de sus características. Pedaleando de un lugar a otro me pareció escuchar el timbre de su bici y ya no se si incluso llegué a verlo, pero casi hipnotizado llegué de nuevo a la plaza donde habíamos quedado. Donde quedábamos siempre. Sentado junto a una gran fuente con una escultura de lo que parece una piña gigante estuve mucho rato preguntándome qué estaba pasando. Y empecé a comprender ciertas cosas. Al igual que el agua, todo es un eterno ciclo, y además todo es efímero. Somos levedad.

El viento me trajo un susurro: «Ya no me necesitas más».

Era la voz del Maestro.

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